Carter Nick : другие произведения.

En La EspaÑola Asesinada

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  José Mallorquí
  
  
  
  
  
  NICK CARTER
  
  
  EN
  
  LA ESPAÑOLA
  
  ASESINADA
  
  
  
  ePub r1.0
  
  Capitán Rojo/Rbear 07.03.16
  
  
  
  
  
  Título original: Nick Carter en La española asesinada
  
  Publicado por Editorial Molino, SERIE POPULAR MOLINO, 4 de Julio de 1936
  
  José Mallorquí
  
  Retoque de cubierta: Rbear
  
  Editor digital: Capitán Rojo
  
  Editor ePub: Rbear
  
  ePub base r1.2
  
  
  
  
  
  CAPÍTULO PRIMERO
  
  
  LA CASA DE LA PUERTA ABIERTA
  
  En la mañana del 21 de octubre, un policía dirigíase a la comisaría para ser relevado por otro agente y quedar enteramente libre durante las próximas veinticuatro horas. De pronto, al pasar por delante de una de las más elegantes casas de Riverside Drive, barrio donde habitaba la aristocracia neoyorquina, notó que la puerta principal del edificio estaba abierta de par en par.
  
  La hora era un poco intempestiva; demasiado pronto para la cotidiana aparición de los sirvientes encargados de la limpieza. Sin embargo, el policía se detuvo, esperando ver a alguna criada con la escoba y el cubo.
  
  De repente, el agente se dio cuenta de que era la primera vez que veía abierta aquella puerta. De día y de noche estaba cerrada. Jamás vio entrar ni salir a nadie por ella.
  
  Al cabo de cinco minutos de inútil espera empezó a inquietarse. Cuando hubo transcurrido un cuarto de hora, sin que ningún criado fuese a cerrar ni a barrer la escalera, decidió investigar el motivo de que la puerta de una casa tan elegante estuviera abierta a aquellas horas de la manaría. Cruzó, pues, el jardín y, subiendo los cinco escalones de blanco mármol, entró en el vestíbulo y miró ansiosamente a su alrededor.
  
  Al parecer, todo estaba en orden. Sin embargo, en la casa reinaba un silencio de muerte. A pesar de su falta de imaginación, el policía creyó notar en el ambiente una extraña anormalidad.
  
  —¡Eh! ¿No hay nadie por ahí? —gritó.
  
  Aguardó unos instantes y volvió a llamar:
  
  —¡Eh! ¿Es que no hay nadie en esta casa?
  
  Nadie demostró lo contrario. El agente volviendo a la puerta, pulsó varias veces el timbre eléctrico.
  
  En algún lugar de la casa sonó, apagado por la distancia, el repiqueteo del timbre, pero éste fue el único ruido que turbó el silencio, pues nadie contestó a la llamada.
  
  Cuando, a la tercera llamada vio que no acudía ningún sirviente, decidió, ya un poco alarmado, investigar lo que pasaba en la casa.
  
  Pero antes se detuvo, indeciso, preguntándose si debería realizar él sólo la investigación o salir a la calle en demanda de ayuda. Después de madura reflexión creyó que lo mejor sería enterarse de lo ocurrido en la casa y, si era algo grave, comunicar entonces con la comisaría.
  
  Tomada esta decisión, el policía dirigióse a una de las habitaciones que daban al pasillo y entró en ella. Todo estaba en el más perfecto orden, pero a pesar de que el agente no creía poseer el mejor instinto detectivesco, se dio cuenta en seguida de que las tres sillas que estaban en el centro de la estancia, parecían proclamar que las ocuparon tres personas enfrascadas en animada y confidencial conversación. También notó otra cosa nuestro agente y fue que, a pesar de ser día claro, dos luces permanecían aún encendidas.
  
  Una de las luces ardía encima de una mesa junto a las tres sillas; la otra en un rincón, encima de un pupitre colocado junto a la pared. En uno de los bordes de este pupitre, vio el agente un cigarro a medio fumar, y, junto a él, varias hojas de papel de escribir y un secafirmas. La silla que había ante el pupitre daba a entender que la persona que lo ocupó habíase levantado precipitadamente.
  
  El agente dio varias voces, sin obtener más contestación que el eco de sus gritos.
  
  La siguiente habitación que registró resultó ser la biblioteca. Las paredes estaban ocupadas por estanterías de libros, protegidos del polvo por puertas de cristales. El mueblaje lo componían varios cómodos sillones de cuero y una mesa llena de revistas.
  
  Encima de esta mesa ardía una lamparita de pantalla azul, cuya luz caía de lleno sobre una revista abierta y colocada al revés, como si la persona que la había estado leyendo la hubiese dejado así con la intención de volver más tarde a continuar la lectura.
  
  Ni en ésta ni en las demás habitaciones encontró el policía rastro de ser viviente alguno.
  
  Esperando tener mejor suerte, subió al primer piso; pero allí le aguardaba una sorpresa: todas las puertas que trató de abrir estaban cerradas con llave. Repitió sus llamadas, pero lo mismo que en la planta baja, nadie contestó a ellas.
  
  Por un momento, el digno agente pensó en forzar alguna de las puertas; pero temiendo las consecuencias de semejante acto de violencia, desistió de ello y se dispuso a registrar el piso superior.
  
  Cuando se disponía a subir fijóse en una puerta que antes no había visto. Sin esperar encontrarla abierta, acercóse a ella y la empujó. Con gran asombro del agente, la puerta cedió a su esfuerzo y el hombre encontróse en un elegante cuarto de baño.
  
  Pero, apenas acababa de pisar el umbral, un grito de horror se escapó de sus labios.
  
  Había sobrados motivos para que, hasta un guardia, demostrase horror. El cuarto de baño tenía todo el aspecto de haber sido teatro de una batalla. Techo, suelo y paredes estaban salpicados de sangre. En un rincón veíanse varias toallas también ensangrentadas.
  
  Una mirada a la bañera acabó de horrorizar al agente. Estaba llena de agua mezclada con sangre y, flotando en ella, boca abajo, veíase el desnudo cuerpo de un hombre.
  
  El policía no esperó a ver más. Después de lanzar otra exclamación, salió del cuarto de baño y, bajando de tres en tres los escalones, corrió a la calle.
  
  
  
  
  
  CAPÍTULO II
  
  
  LOS SECRETOS DEL SEGUNDO PISO
  
  A la media hora de haber sido descubierto el asesinato, Nick Carter entraba en la casa.
  
  Cuando Terrence McGinty, el policía, salió a la calle, la primera persona a quien encontró fue a Patsy, uno de los ayudantes del famoso detective. Al reconocerle, el agente detuvo su carrera y exclamó:
  
  —¡Oye, Pat! ¿Quieres hacerme un favor?
  
  —Desde luego. ¿Qué te pasa?
  
  Con voz entrecortada por la emoción, McGinty, explicó el macabro hallazgo y terminó:
  
  —Telefonea a la comisaría y cuéntale al sargento lo que he encontrado en esa casa. Que envíe en seguida a alguien.
  
  —Voy corriendo —contestó Patsy— pero recuerda una cosa, Torrence: no debes dejar entrar a nadie en el edificio hasta que llegue el sargento.
  
  —No te preocupes; nadie entrará.
  
  Patsy dirigióse a una farmacia próxima; pero, en vez de llamar a la comisaría, telefoneó a su jefe y, en pocas palabras, le puso al corriente de todo.
  
  Casualmente, el inspector Scropp acababa de llegar a casa de Nick Carter para consultarle sobre un asunto de gran importancia.
  
  De esta visita podía resultar el que un agente partiese hacia Chicago en el tren de las seis de la mañana, con orden de prender a cierto «gángster». Por ello el inspector se presentó a las cinco en casa de su amigo.
  
  Cuando Nick recibió la comunicación de su ayudante, ordenó a éste que esperase un momento y se apresuró a exponer los hechos a Scropp.
  
  —Dígale que regrese junto a McGuinty—dijo el inspector—y que esperen en la puerta hasta que lleguemos usted y yo.
  
  El detective siguió las indicaciones de su compañero. Cuando hubo terminado, Scropp murmuró:
  
  —Parece un asunto interesante. Nick —y, tras una pausa, añadió—: Déjeme un momento el teléfono, por favor.
  
  Llamó a la Jefatura Superior de Policía y ordenó al sargento de guardia que se dirigiese inmediatamente a la casa de Riverside Drive, pero que no hiciese nada hasta que llegasen él y Nick Carter.
  
  Los policías de la Jefatura y el inspector Scropp y su compañero, llegaron casi al mismo tiempo a la casa del crimen. Nick Carter fue el primero en entrar, seguido de Scropp y de los demás policías.
  
  —Dígales que esperen aquí hasta que reciban orden de entrar—dijo Nick volviéndose hacia el inspector. — Será mejor que, antes, echemos nosotros un vistazo al lugar.
  
  Scropp hizo lo que le indicaba su amigo. Después preguntó el detective:
  
  —Usted debe saber a quién pertenece esta casa, ¿verdad, Scropp?
  
  —De momento no recuerdo. Este barrio es tan tranquilo, que no me he preocupado mucho de las personas que viven en él... ¡Alto! ¡Ya recuerdo! Sí, sí, ya sé quién vive aquí.
  
  —¿Quién?
  
  —Attila Corazona. Sí, ella es.
  
  Entretanto habían entrado en el vestíbulo y, desdeñando las habitaciones de la planta baja, subieron directamente al cuarto de baño.
  
  No lanzaron ningún grito de horror ante el espectáculo del hombre. Horrores mayores habían visto los dos. Nick acercóse al muerto y le hizo dar media vuelta.
  
  Pero si esperaba poder identificarlo quedó defraudado; pues el rostro estaba convertido en una masa sanguinolenta, que desafiaba todo intento de reconocimiento.
  
  Dejando el cadáver en la misma posición que ocupara antes, o sea con el rostro metido en el agua, Nick volvió junto a Scropp, que le observaba desde la puerta.
  
  —Le va a ser difícil identificar al muerto ése, inspector —sonrió el detective—. Por lo menos, no creo que lo consiga por su retrato. Será cosa de examinar todo esto, ¿no?
  
  En el cuarto de baño v desparramados por el suelo, veíanse dos sábanas, tres fundas de almohada, dos mantas y diez toallas; todo más o menos empapado en sangre.
  
  Sólo estaba algo más limpio el fino pañuelo, rodeado de encajes, que flotaba en la bañera. Era, sin la menor duda, un pañuelo de mujer; pero de mujer elegante y refinada.
  
  La sangre del suelo y de las paredes estaba casi seca. En dos sitios se veían, con toda claridad, las huellas de unos zapatos femeninos. Una era la del pie izquierdo, otra la del derecho.
  
  Nick y el inspector, después de fijarse en todos estos detalles, salieron del cuarto de baño, cerrando la puerta tras ellos.
  
  —Creo que por ahora ya hay bastante —dijo el detective—. Cuando el forense haya presentado su informe, volveremos a interesarnos por el muerto. Ahora, inspector, ¿por dónde le parece que empecemos? ¿Qué puerta le gusta más?
  
  —Por la última, tanto da —replicó Scropp—. ¿Podrá abrirla?
  
  —Con la mayor facilidad del mundo—contestó Nick.
  
  Sacó una ganzúa y, dos segundos más tarde, la puerta estaba abierta.
  
  Pero ni en aquella habitación ni en otras dos que visitaron, pudieron encontrar nada de interés. Sólo comprobaron que, en todas estaban las luces encendidas.
  
  Al entrar en la cuarta habitación del primer piso, que quedaba en la parte delantera de la casa, los dos hombres comprendieron que allí había ocurrido algo.
  
  El saloncito presentaba evidentes señales de desorden. Sobre una mesita veíanse algunas revistas colocadas de cualquier manera, como si hubiesen sido arrojadas allí desde alguna distancia y al caer hubiese volcado una caja de cigarrillos egipcios, cuyo contenido estaba desparramado por la brillante superficie de la mesa, y por la alfombra. Un arrugado periódico de la noche estaba sobre un sillón, junto a una puerta que, indudablemente, daba paso a un dormitorio.
  
  —¿Qué encontraremos ahí? —preguntó Nick.
  
  —A Attila Corazona... o lo que hayan dejado de ella —replicó sombríamente el inspector.
  
  Y, por el movimiento de cabeza de Nick Carter, era indudable que el detective pensaba lo mismo que su compañero.
  
  Fue él quien abrió la puerta del dormitorio. Como en las demás habitaciones de la casa, también allí estaban encendidas las luces. Por lo tanto, pudieron apreciarse en seguida todos los objetos del aposento.
  
  Los dos hombres permanecieron en el umbral de la puerta.
  
  —Parece estar dormida —dijo en un susurro el inspector.
  
  Nick Carter movió afirmativamente la cabeza. Las miradas de los dos compañeros volvieron al profundo sillón donde estaba sentada, con los ojos cerrados, una hermosa y elegante mujer.
  
  —Es Attila Corazona —murmuró el detective—. No presenta señales de violencia; pero es indudable que está muerta. Hasta le han puesto un libro en el regazo.
  
  
  
  
  
  CAPÍTULO III
  
  
  LAS INVESTIGACIONES
  
  Nick Carter dirigióse en seguida hacia el cuerpo de la mujer. Desde la puerta había visto lo bastante para convencerse de que Attila Corazona no murió en el sillón donde estaba sentada y que la persona que la colocó allí hizo lo posible para crear la impresión de que la muerte había sido repentina o que se trataba de un suicidio.
  
  En el libro medio abierto que tenía la muerta en el regazo, el detective descubrió un largo tubo de cristal de los que sirven para el envasado de píldoras.
  
  Aunque el tubo estaba vacío, Nick Carter vio en el fondo del mismo una ligera manchita verde, tan débil que apenas era perceptible.
  
  Al mirar el hermoso cuerpo de la mujer, encontró una manchita del mismo color en la barbilla. No era mucho mayor que la cabeza de un alfiler y tan tenue, que sólo los ojos de un investigador como el famoso detective podían haberla descubierto. Era indudable que aquella mancha la produjo la gota del líquido que llenó el tubo que, en aquel momento, estaba entre las páginas del libro sostenido por las hermosas y enjoyadas manos de Attila Corazona.
  
  —El que haya dispuesto el cuerpo es un verdadero artista —dijo en alta voz el detective.
  
  El inspector, que estaba enfrascado en otras investigaciones en el extremo opuesto del cuarto, contestó con un gruñido y continuó sus pesquisas.
  
  Nick Carter le dirigió una rápida mirada y, sonriendo, volvió a sus investigaciones.
  
  Sacó de un bolsillo una magnífica lupa y abismóse en el examen de la manchita verde que aparecía en el tubo. Después de varios minutos dirigió su atención hacia la otra manchita verde, la que aparecía en la barbilla.
  
  Luego, con el mismo cuidado, examinó las manos, procurando no variar la postura del cuerpo.
  
  Es preciso advertir que el detective se acercó solo al cadáver, pues el inspector estaba ocupado en otro lugar del cuarto.
  
  Terminado el reconocimiento del cadáver, Nick fue retrocediendo hacia la puerta, sin apartar la vista de Attila. Llegado allí, inclinóse y contempló atentamente la rica alfombra que cubría el suelo. Con ayuda de la lupa examinó algunos lugares; luego observó con toda atención las zapatillas que calzaba la muerta. Hecho esto dirigió durante varios minutos su atención a varios puntos de la alfombra qué presentaban claras huellas de haber sido repetidamente hollada.
  
  Entretanto, el inspector habíase acercado a la asesinada e, igual que el detective, la examinó con todo cuidado.
  
  Pasaron varios minutos y, por fin, Scropp se acercó a su compañero y le preguntó:
  
  —¿Listos, Nick?
  
  —De momento, sí —contestó el detective.
  
  —¿Podemos telefonear al forense?
  
  —Sería mejor examinar antes la planta baja.
  
  —Tiene usted razón.
  
  Pasó media hora antes de que el forense recibiese una llamada telefónica con el encargo de que acudiese a Riverside Drive.
  
  
  
  
  
  CAPÍTULO IV
  
  
  LA HIJA DEL TORERO
  
  A las nueve de aquella noche, el detective, el forense y Scropp estaban reunidos en casa de este último.
  
  —Supongo que el señor Carter le habrá dicho que pasamos casi una hora en la casa del crimen antes de que le llamásemos a usted—decía el inspector dirigiéndose al forense.
  
  —Sí —asintió éste.
  
  —Lo hicimos —continuó el inspector— porque deseábamos realizar ciertas investigaciones que debían facilitar su trabajo.
  
  —Muchas gracias —sonrió el forense.
  
  —También supongo que le habrá dicho el señor Carter que no tocamos nada, dejándolo todo igual que estaba cuando llegamos.
  
  —Sí, también me lo ha dicho. Estoy seguro de que con la ayuda de dos hombres tan inteligentes como ustedes, la solución de este misterio será cosa facilísima.
  
  —No estoy yo tan seguro —murmuró el inspector.
  
  —Ni yo —añadió el detective—. El asunto parece de los más enredados.
  
  —Supongo —dijo el forense— que estarán ustedes de acuerdo acerca de lo descubierto y habrán decidido el camino que debe seguirse.
  
  —Al contrario —replicó el inspector—. No hemos cambiado ni una sola palabra sobre el particular.
  
  —¿Me van a decir que registraron juntos toda la casa, investigaron todo lo investigable y que no cambiaron ninguna impresión?
  
  —Cada uno de nosotros —explicó el detective— tiene su método. Por lo tanto, el inspector y yo trabajamos a nuestra manera, sin explicarnos nada. Le aseguro que ignoro por completo lo que ha decidido mi compañero.
  
  —¡Es algo extraordinario! —exclamó el forense.
  
  —Hemos trabajado así muchas veces y los resultados han sido siempre excelentes —siguió Nick.
  
  —¿Por qué?
  
  —Por la sencilla razón de que cuatro ojos ven más que dos. Por mucho que cada uno de nosotros investigue, siempre se deja algo, y ese algo es el que descubre el otro. Cuando llega el momento de las explicaciones, uniendo los datos reunidos, nos encontramos en posesión de todos los detalles.
  
  —Es la verdad —asintió el inspector—. Ahora, amigo Carter, ¿no le parece que lo mejor, sería explicarnos lo que cada uno ha encontrado e interrogarnos como si estuviésemos ante el Tribunal?
  
  —Por mí, encantado.
  
  —Y usted, señor forense, ¿qué opina?
  
  —Y usted, señor forense, ¿qué dice?
  
  —Que también estoy conforme.
  
  —Pues bien, ante todo, voy a leerles algo de mis archivos —empezó el inspector.
  
  —¿Sus qué? —preguntó, asombrado el forense.
  
  —Mis archivos sobre las vidas de un sinnúmero de personas que viven en Nueva York y en otros puntos de los Estados Unidos. Esos detalles los tengo en varios libros, por orden alfabético —Y poniéndose en pie el inspector dirigióse hacia la caja de caudales que ocupaba un extremo de la habitación y, abriéndola, sacó un montón de volúmenes semejantes a los que emplean las casas de comercio para su contabilidad. Cogió uno marcado en el lomo con una «C».
  
  —Aquí tenemos a Attila Corazona —dijo después de volver unas cuantas páginas—. ¿Quieren oír?
  
  —Ya lo creo.
  
  —Pues bien, empiezo: Attila Corazona nació en Madrid, España, en 1901. Era hija de un torero apodado «Corazón» que luego ella convirtió en nombre.
  
  »«Corazón» murió en 1909. La muchacha fue adoptada por otro torero y durante unos años sus movimientos han quedado envueltos en el mayor misterio.
  
  »A la edad de diecisiete años aparece en París, casada con un jugador que se vale de su belleza para atraer a su casa a los incautos que deseaba desplumar.
  
  »Al parecer, su trabajo fue excelente, pues su marido, Attila Le Fevre, se retiró a los pocos años a disfrutar de su fortuna en un antiguo castillo que adquirió en el sur de Francia.
  
  »Una mañana, Le Fevre fue hallado muerto en su cama, con un puñal clavado en el corazón. Su mujer fue detenida y acusada del crimen. Sin embargo, consiguió presentar una coartada bastante aceptable y fue puesta en libertad. A pesar de ello, la Policía francesa tuvo siempre el convencimiento de que ella asesinó a su esposo y por eso, al trasladarse a los Estados Unidos, la Sureté me notificó la vida y milagros de Attila.
  
  «Llegó aquí hace dos años. A los pocos días compró la casa donde ha sido asesinada.
  
  —Entonces era rica —le interrumpió el forense.
  
  —Heredó la fortuna de su marido —continuó leyendo el inspector—. Una cantidad equivalente a un millón de dólares. El inspector levantó la mirada del libro y explicó—: Lo demás no es de mucho interés. Resumiéndolo, diré que desde que llegó a Nueva York su vida fue intachable y que nadie hubiese podido decir que no era una mujer honrada.
  
  —¿Tenía visitas? ¿Amigos?
  
  —Al parecer, no. Evitaba toda intimidad.
  
  —Pero supongo que no viviría sola en una casa tan grande, ¿verdad? —preguntó el forense.
  
  —No, tenía una criada y una cocinera.
  
  —Y qué han declarado?
  
  —Aún no he tenido tiempo de interrogarlas.
  
  
  
  
  
  CAPÍTULO V
  
  
  UN ARTISTA DEL ASESINATO
  
  —¿Y no sabe usted nada más? —preguntó un poco decepcionado el forense.
  
  —Le he leído todo cuanto decía el libro.
  
  —¿Y dice usted que la vida de Attila Corazona ha sido ejemplar desde que llegó a los Estados Unidos?
  
  —Intachable.
  
  —¿No se la ha podido acusar de nada?
  
  —De nada.
  
  —Me ha dicho el señor Carter —continuó el forense— que está convencido de que la mujer fue asesinada en otra habitación y trasladada luego al sillón donde la encontramos. ¿Está usted de acuerdo con él?
  
  —Por completo.
  
  —No me ha dicho nada de la forma en que fue asesinada. Hemos encontrado el tubo que tenía en el libro y que, indudablemente, contuvo veneno, pero no he podido descubrir ningún olor y hasta pasado mañana, que se hará la autopsia, no podemos saber la verdad. Sin embargo, me gustaría que me diese usted su opinión, inspector.
  
  —Creo que sería preferible que interrogase usted al señor Carter. Aunque estoy seguro de sus conclusiones serán las mismas que las mías, me gustaría oírle. Pero antes quisiera hacerle una pregunta, doctor.
  
  —Usted dirá.
  
  —¿Encontró señales de violencia en el cuerpo?
  
  —No y sí.
  
  —¿Qué quiere usted decir?
  
  —En la parte izquierda del cuello había una manchita como las que resultan corrientemente de un golpe; pero también podría ser una señal permanente, una mancha de la piel.
  
  —Vi esa señal a que usted se refiere —replicó el inspector—. No era más grande que una moneda de un centavo; pero estoy seguro de que, cuando mañana la examine usted, será del tamaño de una mano, y... Pero no; no se lo digo. Es preferible esperar el curso de los acontecimientos. Sólo le diré una cosa. Hace veinticuatro horas esa marca no estaba en el cuello de Attila Corazona.
  
  —¡Ejem! —carraspeó el forense.
  
  Nick Carter miró hacia el techo y dirigió una sonrisa a los angelotes que decoraban el cielo raso.
  
  —¿Vio usted también la mancha a que me he referido, señor Carter?
  
  —Sí —contestó el detective.
  
  —¿Y qué piensa usted de ella?
  
  —Estoy de acuerdo con el inspector en lo de que, probablemente, ayer no estaba en el cuello de la muerta... Por lo menos hasta la tarde de ayer.
  
  —Entonces, ¿cree usted que esa mujer murió por haber tragado el veneno que contenía el tubo de cristal?
  
  —No.
  
  —Entonces, ¿cómo?
  
  —Creo que la mató el veneno que contenía el tubo en cuestión, pero no que se lo tragase.
  
  —¿Pues cómo la mató?
  
  —El tubo ése a que nos referimos contenía un veneno, pero no para ser tomado por vía digestiva, sino por medio de inyección. Tengo la seguridad de que se lo inocularon por el sitio en que está la mancha de que ha hablado usted antes.
  
  —¿Usted cree?
  
  —Sí, eso creo.
  
  —No se me ocurrió que podía haber sido así... Y usted, inspector, ¿está de acuerdo con el señor Carter?
  
  —Totalmente.
  
  El forense volvióse de nuevo hacia el detective.
  
  —¿Cómo relaciona entre sí los dos crímenes?
  
  —No los relaciono —replicó lentamente Nick Carter.
  
  El inspector sobresaltóse y dirigió una escrutadora mirada a su amigo. Por un momento pareció dispuesto a hablar, pero, al fin, no dijo nada. El forense continuó:
  
  —Le haré otra pregunta: ¿qué asesinato cree usted que se cometió primero, el de la mujer o el del hombre?
  
  —Attila Corazona llevaba varias horas muerta cuando asesinaron al hombre de la bañera —replicó con voz lenta el detective. Y el inspector volvió a sobresaltarse.
  
  —¿Cree usted que la misma persona mató a Attila y al hombre? —siguió preguntando el forense.
  
  —No.
  
  —¿Por qué?
  
  —Porque estoy convencido de que el asesino de Attila es el hombre que encontramos en la bañera.
  
  El forense lanzó un silbido de asombro y el inspector se permitió una sonrisa de incredulidad, al mismo tiempo que decía:
  
  —Ya hemos llegado al punto donde la opinión de mi compañero y la mía difieren. Quizá eso se deba a que yo estoy mejor informado que él, pues...
  
  Nick contuvo con un ademán las palabras que iba a pronunciar el inspector.
  
  —No tiene usted necesidad de decir que ayer tarde estuvo usted en casa de Attila —dijo, sonriendo, el detective—. Ni tampoco que estuvo en la biblioteca y que se olvidó su cigarro a medio fumar. ¿Cree que no conozco su firma?
  
  —¿Mi firma?
  
  —Sí, la firma que dejan sus dientes en el extremo del cigarro. He fumado lo bastante con usted para haberme fijado en ese detalle.
  
  El inspector se echó a reír y el forense exclamó:
  
  —¡Son ustedes muy listos!
  
  —Tenemos que serlo —replicó Nick.
  
  —A pesar de todo, amigo Carter, no estoy de acuerdo con usted acerca de esos asesinatos. Estoy convencido de que la misma mano cometió los dos crímenes. Puede ser que Attila Corazona no haya muerto la primera, eso no se lo discuto; pero sí estoy convencido de que el hombre que apareció en la bañera no es el asesino de Attila.
  
  —Quizá yo viese algo que ustedes no notaron —dijo, con gran satisfacción, el forense.
  
  —¿Qué vio usted? —preguntó Carter.
  
  —Recordarán que en el cuarto de baño se veían las huellas de unos zapatos femeninos, ¿no?
  
  —Sí.
  
  —También había sangre en las zapatillas que llevaba la muerta. Se había intentado borrar esa sangre, pero, a pesar de los esfuerzos, todavía se notaba. Pues bien, si ella murió primero, ¿cómo iba a entrar en el cuarto de baño y mancharse las suelas de las zapatillas? Reconocerá que, para un muerto, es un trabajo un poco difícil.
  
  —Desde luego y, por lo tanto, Attila Corazona no entró en el cuarto de baño después del asesinato del hombre.
  
  —Pues sus zapatillas tienen sangre.
  
  —Es verdad; pero, en cambio, en la alfombra del cuarto de Attila no se veía ni una sola gota de sangre. Ni tampoco en ningún otro lugar del piso.
  
  —¿Eh? ¿Qué quiere usted decir?
  
  —Pues que si hubiera entrado en el cuarto de baño cuando el suelo estaba bañado en sangre, le habría sido imposible regresar a su habitación sin dejar señales de su paso.
  
  —Es verdad; pero quién...
  
  —¿Cree usted que podríamos no habernos fijado en esas señales?
  
  —Sí, algo así.
  
  —Va usted por mal camino, doctor.
  
  —Pues enséñeme el bueno, señor Carter.
  
  —Voy a hacerlo —contestó Nick—. El hombre de la bañera fue asesinado de la misma forma que la mujer: por medio de una inyección. Lo del desfiguramiento y las manchas de sangre se hizo después. Puede usted anotarlo, doctor, pues es la verdad.
  
  
  
  
  
  CAPÍTULO VI
  
  
  LA OPINIÓN DE NICK CARTER
  
  —¿Podría usted decirme, exactamente, cuál es su opinión acerca de este crimen? —preguntó el forense, dirigiéndose a Nick Carter.
  
  —Le diré lo que supongo —contestó el detective—. Quizá sólo sea una fantasía, pero creo que no. Todo se inspira en lo que he visto en la casa.
  
  »Sabemos que el señor Scropp acudió a casa de Attila Corazona. ¿Para qué podía necesitar a un policía una mujer que procuraba evitar todo lo que oliese a representantes de la Ley? Es muy sencillo: Attila era española, pero se crió en Francia y, en ese país, cuando alguien se sabe amenazado, acude al prefecto. Por lo tanto, la señora Corazona estaba amenazada de muerte y llamó a la Policía para que la defendiese.
  
  »El inspector Scropp fue a la casa, y le recibieron la señora Corazona y otra persona. Una persona lo bastante íntima para asistir a la conferencia en la habitación de abajo. ¿Quién podía ser esa persona cuando, según declaración del inspector, Attila llevaba una vida muy retirada?
  
  »Marido no podía ser; adorador tampoco pues, como decía antes, la vida de la mujer fue muy retraída y no permitió ningún flirteo. Sólo quedaba una posibilidad: que fuese algún pariente.
  
  »El inspector, al leer la vida y milagros de Attila Corazona, se ha dejado voluntariamente algo: la existencia de ese pariente que, para ser recibido tan en confianza, tenía que ser, sin duda, un hermano.
  
  »El hecho de estar ambos hermanos juntos, indica, a mi parecer, que la amenaza iba dirigida a ambos. Sin duda algún antiguo enemigo que quería vengarse de algo.
  
  »Esa ha sido mi primera impresión, pero, después de reflexionar detenidamente, he llegado a otra conclusión, el hermano, un degenerado, deseaba poseer la fortuna de su hermana. ¿Cómo conseguirla? Desde luego, la mejor manera era matar a Attila. Pero ello significaba exponerse a morir en la silla eléctrica, y eso no le apetecía. Allá en Francia, se enteró de que alguien que tenía motivos para odiar a Attila, pero que, sin embargo, la amaba, se disponía a venir a los Estados Unidos. Entonces creyó llegado el momento y escribió, falsificando la letra del otro, una carta llena de amenazas contra Attila y él mismo.
  
  »El plan tuvo pleno éxito. La señora Corazona quería a su hermano, su única familia y, en cuanto recibió la carta le telegrafió diciéndole que viniera a Los Estados Unidos. Y así, el presunto autor de la carta y el verdadero embarcaron en el mismo barco y llegaron a Nueva York el mismo día.
  
  »Una vez juntos los dos hermanos, lo primero que hizo Attila fue llamar al inspector y explicarle las amenazas recibidas. ¿No es eso, Scropp?
  
  —Ni que lo hubiese usted presenciado, Carter —sonrió el inspector—. Me enseñaron esa carta y, aún hay más, me la entregaron. La tengo en el bolsillo.
  
  —Esas amenazas de muerte, como ya le he dicho —continuó el detective—, iban dirigidas a los dos hermanos. Esto libraba de toda sospecha al hermanito y, por eso, cuando el inspector salió, el canalla puso en práctica su plan y mató a Attila. La mató inyectándole un poderoso veneno.
  
  »Pero escogió mal el momento, pues, apenas acabado de cometer el crimen, llegó el adorador de Attila quien, al ver en el suelo a su amada, se lanzó contra el asesino. Este trató de defenderse con la jeringa de inyecciones, pero, en lugar de clavársela al otro, fue éste quien se la clavó a él.
  
  »Por las huellas en la alfombra de la planta baja se ve que después de matar al hermano, el hombre trató de desembarazarse de él. A falta de sitio mejor, lo subió al cuarto de baño y, desnudándolo, lo metió en la bañera. Eso lo sé porque en la alfombra ha quedado marcado el lugar en donde estuvo tendido el cuerpo y, además, porque las huellas de los pies, al arrastrarse por la mullida superficie, dejaron dos rayas casi paralelas.
  
  »Una vez echo esto, el hombre bajó de nuevo junto a Attila, que seguía tendida en la planta baja y se arrodilló a su lado. Las huellas de las rodillas en la alfombra son clarísimas El enamorado tenía la esperanza de que Attila estuviese sólo dormida, víctima de algún narcótico. Al comprobar que estaba muerta, una gran desesperación se apoderó de él. Con todo cuidado cogió el querido cuerpo y lo subió al dormitorio. Esto lo sé por las huellas del hombre, que son, a partir de cierto lugar, más profundas, claro indicio de un peso mayor. Colocó a Attila en el sillón, procurando embellecerla lo más posible. Luego desahogó en el cadáver del hermano la rabia que sentía. El resultado fue que, al calmarse, el hombre estaba bañado en sangre y, para limpiarse, tuvo que recurrir a las toallas y sábanas que encontró.
  
  »Como no podía irse con el traje ensangrentado, cogió el del hermano y se lo puso encima del suyo para salir de la casa.
  
  —Olvida usted un detalle muy importante, señor Carter —intervino el forense.
  
  —¿Cuál?
  
  —El del tubo encontrado en el libro que tenía la muerta.
  
  —Sí, me había olvidado; pero tiene una explicación muy sencilla. Ese tubo estaba en uno de los bolsillos del traje del hermano y cuando el adorador de Attila iba a marcharse lo, encontró. El tubo no estaba vacío, sino medio lleno...
  
  —Sí —le interrumpió el inspector—, y el resto del contenido lo vació en un jarrón de porcelana. Por lo menos, allí lo encontré yo.
  
  —En efecto —sonrió Nick Carter—. Eso hizo. Ese hombre es un loco. Estoy seguro de que, cuando lo detengamos, seguirá llevando el traje manchado de sangre.
  
  —¡Brr! —exclamó el forense y, levantándose, dirigióse hacia la ventana.
  
  
  
  
  
  CAPÍTULO VII
  
  
  EL RELATO DEL INSPECTOR
  
  —Bueno —dijo el inspector—, supongo que ahora me toca hablar a mí, ¿no?
  
  —Puede empezar cuando guste —sonrió Nick.
  
  —Pues bien; ayer, a las once de la mañana, Attila Corazona me llamó por teléfono para pedirme que fuese a visitarla, pues su vida corría peligro. Me dijo que si lo prefería, me visitaría ella en mi despacho, pero, como tenía muchos deseos de ver su casa, le contesté que iría yo.
  
  »Llegué a las dos de la tarde. Attila estaba acompañada de un caballero que me fue presentado como Rafael Corazona, su hermano. A pesar de que el rostro del hombre era repulsivo a más no poder y, en cambio, el de la mujer muy hermoso, no dejaba de existir cierto parecido entre ambos. Por lo tanto no dudé ni un momento de que el parentesco fuese real.
  
  »Me contaron la siguiente historia: Rafael había llegado de Francia el día anterior en el mismo buque que un adorador de Attila llamado Antonio de la Vuelta. Este individuo la siguió a Francia sin perderla de vista ni un solo día. Estoy seguro de que fue él quien asesinó al marido de la señora Corazona.
  
  »Me lo describieron diciéndome que se parecía mucho a Rafael, de cuerpo, claro está, pero que era algunos años más joven, y de rostro muy atractivo. Como buen meridional, tenía el genio vivo y la cólera pronta Para convencerme me explicaron unas cuantas hazañas del hombre y, la verdad, si eran ciertas, el tal Antonio debía ser un verdadero veneno
  
  »Desde que Attila llegó a Nueva York no cesó de recibir cartas de su adorador. De pronto un día escribió que embarcaba para los Estados Unidos, dispuesto a hacer polvo a Attila y a su hermano. Los tormentos que les prometía eran espeluznantes.
  
  »Entre las cosas que me contó Rafael acerca de Antonio de la Vuelta, estaba la de que era un viajero infatigable y un técnico en venenos. Había estado muchos años en el Brasil y de los indios amazónicos aprendió el secreto de una multitud de terribles tóxicos.
  
  »Les pregunté qué clase de defensa querían, pero ninguno de los dos tenía la menor idea de cómo serían atacados.
  
  »Rafael indicó que lo mejor era buscar a Antonio y detenerlo por amenazas, pero Attila no pareció muy conforme con esa idea y, al fin, se desechó, quedando convenido que, en cuanto tuviesen la menos noticia de Antonio, me avisarían.
  
  »Salí de la casa convencido de que se trataba de tres exagerados. Dos temiendo y el tercero amenazando. Lo único que me impresionó fue la belleza de la propietaria y el cariño que demostraba por un hermano de aspecto tan canallesco.
  
  »Cuando esta mañana recibió usted la noticia del primer asesinato, Carter, mi impresión fue mucho mayor de lo que indiqué. No dije nada de mi visita a Attila por dos motivos. Porque antes deseaba enterarme bien de lo ocurrido y porque quería ver si usted se daba cuenta de que yo había estado en la casa aquella mañana. Lo consiguió de una manera maravillosa y le felicito por ello, amigo Carter.
  
  El detective sonrió mientras el inspector continuaba:
  
  —Al salir de la casa de la señorita Corazona, hice algunas pesquisas. Al llegar su hermano, Attila despidió a las dos criadas que tenía. Lo hizo inducida por Rafael, lo cual está de acuerdo con su teoría de que fue él quien asesinó a Attila. Sin duda procuró que no hubiese nadie presente a la hora del crimen.
  
  »Al enterarme de la muerte de la hermosa española ordené inmediatamente que se buscase a las criadas. Esta noche han logrado encontrarlas y ahora están detenidas en la comisaría.
  
  —O sea, que no las ha interrogado todavía, ¿verdad? —preguntó el detective.
  
  —No. Si ustedes quieren las haremos venir aquí para oír su declaración.
  
  —¿Son norteamericanas las dos? —preguntó el forense, que durante todo aquel rato permaneció callado, escuchando
  
  —Sí, pero una es de origen francés y la otra irlandés —explicó Scropp.
  
  —Yo creo que podrían hacerlas venir y así hoy mismo sabríamos todos los detalles importantes —dijo el forense.
  
  El inspector, levantóse y telefoneó a la comisaría ordenando que llevasen a su casa a los dos testigos. Luego, sentándose en su sillón, le dijo a Nick Carter:
  
  —Al entrar en el cuarto de baño quedé convencido de que Antonio de la Vuelta había asesinado a Rafael y supuse, como así fue, que pronto encontraríamos el cadáver de Attila, también asesinada por su adorador. Pero sus palabras, amigo Carter, me han convencido de mi error.
  
  —Nunca creí que el trabajo de detective fuese una cosa tan compleja y que existiesen hombres tan listos como ustedes —murmuró, admirado, el forense.
  
  —Pero en cambio, ninguno de nosotros dos —sonrió el detective—, sería capaz de determinar la clase de veneno injerido por una persona, ni la exactitud de la hora en que ocurre un fallecimiento, como sabe usted hacer.
  
  En aquel momento sonaron dos golpes en la puerta y dos mujeres entraron acompañadas de dos policías.
  
  
  
  
  
  CAPÍTULO VIII
  
  
  LA DECLARACIÓN DE LAS CRIADAS
  
  —Siéntense, hagan el favor —indicó Nick a las dos mujeres—. No tengan miedo —añadió, al ver que las recién llegadas miraban temblorosas a su alrededor—, pues no vamos a hacerles ningún daño. Sólo deseamos preguntarles algunas cosas y no tienen más que contestar la absoluta verdad. Si lo hacen así, en cuanto terminemos el interrogatorio, podrán marcharse a sus casas. Empecemos, pues —Y dirigiéndose a la más joven de las dos, inquirió—: ¿Cómo se llama usted?
  
  —Marie Dubois, señor.
  
  —¿Y usted? —preguntó dirigiéndose a la otra.
  
  —Nora Flanagan.
  
  —¿Cuánto tiempo estuvo al servicio de la señorita Corazona?
  
  —Tres meses.
  
  —¿Y usted, Nora?
  
  —Lo mismo, entramos el mismo día.
  
  —Muy bien. ¿Estaban ustedes contentas de servir a la señorita Corazona?
  
  —Sí, señor. Era muy buena. Con nosotras se portó siempre muy bien.
  
  —¿Por qué dejaron el empleo?
  
  —Fue por culpa del hermano. Era una víbora.
  
  —A ver, explíquense.
  
  —Pues, señor —hablaba Marie—, cuando aún no hacía una hora que estaba en casa empezó a lanzarnos amenazas en español, creyendo que no le entenderíamos. Pero mi madre era española y yo lo entendí perfectamente.
  
  —¿Creen que las despidieron por culpa suya?
  
  —Estoy segura, señor, pues le oí hablar con su hermana.
  
  —¿Y qué decía?
  
  —Nada de interés para usted, señor. Ella estaba asustada a causa de que algún hombre había prometido matar a los dos hermanos y él le aconsejaba que tomase criados de confianza. Dijo que él había traído dos sirvientes y la señora no puso ningún reparo a despedirnos.
  
  »Estoy segura de que el hermano mintió y que lo único que deseaba era librarse de nosotras con algún propósito que, callaba. Sea como sea, lo cierto es que nos despidieron. La señora nos dio un mes de sueldo.
  
  —¿Cuándo abandonaron la casa? Tenga cuidado, señorita, pues es de la mayor importancia que, si es posible, me diga la hora exacta.
  
  —Pues verá, señor. Ya sé que no hicimos bien, pero estábamos tan irritadas con el hermano, que decidimos marcharnos en cuanto se hiciera de noche. La señora suponía que nos quedaríamos hasta la mañana, pero como a nosotras eso no nos satisfacía, nos fuimos a las diez.
  
  —Entonces, ¿no durmieron en sus camas?
  
  —No, señor. Las deshicimos para hacer ver eme habíamos dormido. Como la señora nunca nos molestaba durante la noche, sabíamos que no nos llamaría y supusimos que, cuando a la mañana siguiente, viese las camas deshechas, creería que habíamos pasado la noche allí.
  
  —¿Y por qué esperaron hasta las diez? ¿Por qué no se marcharon en seguida?
  
  —Lo quisimos hacer, pero no pudimos.
  
  —¿Por qué?
  
  —Ya estábamos con los sombreros puestos, dispuestas a marcharnos, cuando el hermano me llamó.
  
  —¿Qué quería decirle?
  
  —Me quité en seguida el sombrero y bajé. Me dijo que esperaba un visitante que llegaría entre nueve y media y diez. Me ordenó que cuando llamasen al timbre fuera a abrir.
  
  —¿Y qué...?
  
  —No es eso todo, señor.
  
  —Bien, ¿qué hay más?
  
  —Me dijo también que el visitante preguntaría por él y que yo debía hacerle esperar en el recibidor, diciéndole que el señor no estaba, pero que volvería una hora después. Le pregunté si debía informar a la señora de la llegada del visitante, pero me contestó que no era necesario.
  
  »Subí otra vez al segundo piso, donde estaban nuestras habitaciones, pero no fui a mi cuarto por miedo a no oír el timbre. El señor Corazona entró en la habitación de su hermana y permaneció en ella un momento. Luego bajó a la planta baja y se metió en el salón de donde no salió, pues, de haberlo hecho, le hubiese visto yo por el hueco de la escalera.
  
  —¿Y qué más?
  
  —Poco después sonó el timbre y fui a abrir. Un hombre, muy guapo preguntó por el señor Corazona. Le dije que el señor me había dicho que saldría, pero que, como no le había visto salir, iría a ver si estaba. Y me dirigí al salón, donde había visto entrar al hermano de la señora.
  
  —¿Estaba?
  
  —Sí, señor; pero no se dio cuenta de que yo le veía. Estaba escondido detrás de unas cortinas, al final de la habitación.
  
  —¿Qué hizo usted?
  
  —Nada; pero al salir del salón indiqué, con un movimiento, las cortinas, de manera que el señor aquel comprendiese dónde estaba Corazona.
  
  —¿Le comprendió?
  
  —Sí, pues movió la cabeza.
  
  —¿Oyó algo, después de salir de la habitación?
  
  —Sí señor. Oí que el visitante exclamaba en español; «¿Por qué te escondes así, amigo?»
  
  —¿Qué hizo usted entonces?
  
  —Corrí escaleras arriba a reunirme con Nora, recogimos nuestras cosas y salimos a toda prisa a la calle.
  
  —Para salir tuvieron que pasar frente al salón, ¿no?
  
  —Sí, señor.
  
  —¿Oyeron algún ruido en la estancia?
  
  —No, señor.
  
  —¿Y usted tampoco, Nora?
  
  —No, señor. Estaba tan asustada que aunque hubiese sonado algún ruido yo no lo habría oído. Las dos somos honradas y nos dábamos cuenta de que no obrábamos bien marchándonos de aquella manera.
  
  —¿Cree usted, Marie, que su señora esperaba también la visita del español?
  
  —No, señor. Estoy segura de que no la esperaba.
  
  —¿Por qué?
  
  —Porque me dijo que pasaría la noche en su habitación. La ayudé a ponerse una bata y le quité los zapatos. Le calcé las zapatillas y fui a buscarle el libro que estaba leyendo. Casi todas las noches hacía lo mismo.
  
  —¿Y dónde se sentó?
  
  —En un sillón junto a la ventana.
  
  —Bien. ¿Y dice usted que le calzó las zapatillas?
  
  —Sí, señor.
  
  —¿Las de pluma?
  
  —Sí, señor.
  
  —¿Fue entonces cuando la vio por última vez?
  
  —Sí, señor.
  
  —¿Se despidió usted de ella?
  
  —No, señor. No quería que supiese que me marchaba aquella noche, sin esperar a la mañana siguiente, como había prometido.
  
  —Y usted, Norma, ¿no tenía que servir el almuerzo del otro día?
  
  —No, señor —replicó Nora—. Me dijeron que no era necesario que lo hiciese.
  
  —Creo, Nick —intervino en aquel momento el inspector—, que el hecho de que las criadas estuvieran en la casa explica la presencia de aquella botella de cloroformo en el cuarto del hermano.
  
  —Indudablemente —asintió Nick—. No quería causarles ningún daño, pero deseaba que durmiesen lo bastante intensamente para que no oyeran nada de cuanto debía ocurrir ayer noche en la casa.
  
  —¿Qué ocurrió? —preguntó Marie—. ¿Le ha pasado algo a la señora?
  
  —Sí, Marie —contestó le detective—. Ha ocurrido algo muy serio. ¿No supone usted de qué se trata?
  
  —No, señor. A no ser que la asesinara su hermano...
  
  —Sí, la han asesinado, pero, ¿por qué su hermano? ¿No podría haber sido el hombre a quien admitió usted en la casa antes de marcharse?
  
  —Aquel caballero no habría matado ni a una mosca. Era muy simpático y tenía cara de bueno. En cambio, el hermano...
  
  —¿Qué le pasaba al hermano?
  
  —No estuvo en casa más que un día, pero en este corto espacio de tiempo aprendimos las dos a tenerle un pánico loco.
  
  —Tenía aspecto de ser muy malo y cruel. Los ojos le brillaban diabólicamente. Cuando miraba a una mostraba los dientes, como si fuese a morder. Nunca le vimos sonreír. No podía. Hay gente que no ha aprendido a reír y que, por más que haga, nunca consigue soltar una carcajada.
  
  —¿Y qué más hacía?
  
  —Recorría toda la casa caminando de puntillas y metiendo las narices en todos los sitios donde nada tenía que hacer. También pasaba mucho tiempo en la biblioteca, donde la señora tenía su cajita de caudales. Varias veces le vi arrodillado ante ella, haciendo rodar el disco de la combinación, y tratando de abrirla con una llave.
  
  —¿Cree usted que quería apoderarse del contenido de la caja?
  
  —Sí, señor. La señora guardaba en ella mucho dinero y todas sus joyas.
  
  —Pero, supongo que siempre estaría la caja cerrada, ¿no?
  
  —Claro, señor. Oí decir una vez a unos señores que fueron de visita, que aquella caja era la mejor del mundo y que, sin saber la combinación, nadie podría abrirla aunque intentase volarla con dinamita.
  
  —Tenían razón. La caja era muy buena y todavía continúa cerrada —dijo Nick, como si pensara en voz alta—. El señor Corazón fue muerto antes de que tuviera tiempo de apropiarse de lo que en ella hay.
  
  —¿También a él lo mataron? —preguntó, horrorizada, Marie.
  
  —Sí, señorita.
  
  —¿Quién lo mató?
  
  —El hombre aquel a quien abrió usted la puerta a las diez de la noche.
  
  —Entonces le hizo lo que se merecía, porque estoy convencida de que le esperaba detrás de la cortina para asesinarlo. Por eso advertí yo al español de la presencia de su enemigo.
  
  —¿Por qué supone usted que el señor Corazón quería asesinar a su visitante?
  
  —No lo sé; pero, en cuanto le vi escondido allí, tuve la impresión de que quería hacer algún mal a aquel señor tan simpático. Por eso, también, nos marchamos tan de prisa.
  
  —¿Por qué no avisó a su señora?
  
  —No me atreví.
  
  Nick se volvió hacia el inspector:
  
  —La intuición de las mujeres es algo maravilloso —dijo, sonriendo—. Aquí, Marie, sugiere que el hermano mató a la hermana y que luego se ocultó detrás de unas cortinas para matar al español. Y no sabe por qué lo dice. Lo intuye. ¿Que piensa usted de todo eso?
  
  —Creo que debemos dejar marchar a esas mujeres —replicó el inspector—. ¿No piensa usted lo mismo?
  
  —Sí. Usted ya debe de saber dónde podemos encontrarlas si las necesitamos. Marie —añadió, dirigiéndose a la doncella—, le estoy muy agradecido. Y a usted también, Nora. Ahora pueden marcharse.
  
  —¿No nos dice nada de nuestra señora?
  
  —No, lean los periódicos y sabrán todo lo ocurrido. Buenas noches.
  
  Las dos mujeres fueron acompañadas a la puerta por un policía.
  
  Al quedarse solos los tres compañeros, Nick se volvió hacia el inspector y le dijo:
  
  —Creo que ha llegado el momento de que termine usted la historia. Ya sé que ni Attila Corazona ni su hermano le dijeron el barco en que había llegado éste último y que, para descubrirlo, tuvo que hacer usted investigaciones. No me extrañaría que hubiese puesto en marcha toda la maquinaria policíaca mucho antes de haberse cometido el crimen. Tampoco me extrañaría —continuó el detective—, que nos tuviese reservada una sorpresa. ¿Me engaño?
  
  
  
  
  
  CAPÍTULO IX
  
  
  LA ASTUCIA DE UN INSPECTOR
  
  El inspector miró sonriente a su compañero.
  
  —Ya me parecía raro que no dijese algo del trasatlántico, amigo Carter.
  
  —No he dicho nada, porque estaba seguro de que usted se había ocupado de ello —replicó el detective.
  
  —Me considera muy listo.
  
  —Le considero lo que es.
  
  Una sonrisa iluminó el rostro de Scropp, mientras Nick continuaba:
  
  —Explíquenos cómo fue la cosa.
  
  —Pues los dos hombres llegaron juntos. Eso, por lo menos, es verdad.
  
  —¿Eran muy amigos?
  
  —Parecían casi hermanos.
  
  —Lo supuse, al oír la declaración de Marie. Las palabras de Antonio son muy significativas. «¿Por qué te escondes así, amigo?» Indican verdadera amistad por parte de él.
  
  —Corazón presentó a Antonio como su futuro cuñado.
  
  —¿De veras?
  
  —Sí; se ve que el hombre tenía una opinión muy pobre de la Policía norteamericana.
  
  —En cuanto salió usted de su primera visita a la casa, investigó el paradero de Antonio, ¿no?
  
  —Desde luego.
  
  —Y en cuanto lo hubo encontrado ordenó a uno de sus hombres que no le perdiese de vista.
  
  —Es la realidad misma.
  
  —¿Quería hacerme creer que un policía como usted iba a olvidar un detalle tan importante?
  
  —No, sólo quería desconcertarle un poco, Nick, eso era todo.
  
  —Pues le aseguro que casi lo ha conseguido. Si yo no conociese tan bien su manera de trabajar y el placer que siente en gastar bromas, habría logrado sus propósitos. Ahora voy a hacerle una pregunta: ¿No tendrá encerrada en los calabozos de la comisaría a cierta persona que puede ayudarnos en nuestras pesquisas?
  
  —No me extrañaría tenerla —replicó, sonriente, Scropp.
  
  —¿Cuándo la arrestó?
  
  —Una hora después de que saliera de casa de Attila.
  
  —¿Era el viajero? ¿Era Antonio o el hermano?
  
  —¿Le queda alguna duda a ese respecto?
  
  —No; pero mientras no tenga la seguridad absoluta, siempre creo que puedo estar equivocado.
  
  —Pues es Antonio.
  
  —¿Es un loco?
  
  —Es una verdadera cabra.
  
  —De manera que toda esa discusión ha sido para hacerme hablar, ¿eh?
  
  —No, sólo he querido darme la satisfacción de ver confirmada mi teoría por un hombre de la inteligencia de usted, amigo Carter.
  
  —Muchas gracias por la lisonja.
  
  —Ya sabe usted que no es lisonja.
  
  —Cuando detuvieron a Antonio, ¿llevaba aún el traje manchado de sangre debajo de las otras ropas?
  
  —¡Ya lo creo!
  
  —¿Y cómo le detuvo?
  
  —Le siguieron hasta la casa de Attila. El encargado de hacerlo recibió instrucciones de decirme solamente dónde iba y qué hacía; así, cuando le vio entrar en la casa, esperó que saliese. Entretanto, no vio ni oyó nada que atrajese su atención.
  
  —¿Vio salir a Marie y Nora?
  
  —Desde luego; pero no se distrajo mirándolas, es uno de mis mejores hombres.
  
  —¿Cuándo salió Antonio?
  
  —Allá a las tres de la mañana.
  
  —¿Vio su agente si dejaba la puerta abierta?
  
  —No, él no vigilaba la casa; vigilaba al hombre.
  
  —¿Qué aspecto tenía?
  
  —Al principio normal. Luego, al cabo de un rato, empezó a mover los brazos; después, se calmó un poco. El agente que le siguió está medio muerto, pues le hizo dar la vuelta dos veces a Nueva York.
  
  —¿Y luego...?
  
  —El agente me telefoneó que el hombre estaba loco. Recibí la comunicación cuando regresé de la casa del crimen y le ordené que lo llevase a la comisaría. Allí lo registramos e hicimos lo posible por interrogarle. Sus ropas estaban, en peor estado que el cuarto de baño: una pura mancha de sangre. .
  
  —Me lo figuro. ¿Podrían traerle aquí? Me gustaría interrogarle.
  
  —¿Para qué? —preguntó, curioso, el inspector.
  
  —Para ver si está tan loco como aparenta.
  
  —Lo está mucho más —replicó Scropp—. A pesar de lo que hizo con el hermano de Attila Corazona, no es un loco furioso. Creo que se trata de un hombre que ha sufrido mucho y que ese mismo sufrimiento le ha debilitado el cerebro.
  
  —Seguramente —asintió el detective.
  
  —El hecho de que colocase con tanto cuidado a la mujer a quien amaba, demuestra que es un hombre suave y de buenos sentimientos.
  
  —En cambio, la pasta que hizo con la cara de Rafael proclama que se trata de una especie de matarife. Pero creo que lo mejor será que lo veamos. ¿Quiere usted telefonear, inspector?
  
  —En seguida —Y pronunciando estas palabras, Scropp se puso en pie y dirigióse hacia el teléfono.
  
  
  
  
  
  CAPÍTULO X
  
  
  LA ASTUCIA DE UNOS MALHECHORES
  
  Es cosa sabida que hay un momento en que la vigilancia, por muy cuidadosa que sea, sufre cierta aminoración. Esa hora es la del amanecer.
  
  Con la oscuridad desaparece el misterio de la noche que obliga a estar alerta a todos los hombres. El día trae cierta seguridad y hasta el más atento guardián se distrae un poco contemplando la luz que empieza a filtrarse por las rejas de la cárcel.
  
  A los policías les ocurre lo mismo. Terminada la noche, les parece que se terminaron las andanzas de los malhechores. La pálida luz del alba calma las inquietudes y el sol las borra por completo.
  
  Se supone que en la calle circulan ya solo personas honradas que acuden a su trabajo. Las demás, las que no trabajan y ganan su vida por medios deshonestos, están, según se cree, escondidas en sus guaridas, lejos de las miradas de los policías.
  
  Así, pues, a la llegada del día, y poco antes de que el sol inunde la tierra con sus rayos, la vigilancia sufre cierto relajamiento.
  
  La Comisaría General no era una excepción de la regla, sobre todo en aquel lluvioso amanecer de octubre.
  
  El sargento de guardia contemplaba por la ventana la lluvia que caía con monótona regularidad. Dos o tres veces trató de leer los periódicos de la noche que tenía frente a él y por fin, sin poder contener ya el sueño, se reclinó en su silla, entornó los ojos y sumióse en un dulce sopor del que le sacó el repiqueteo del timbre del teléfono.
  
  No era necesario que abandonase la silla para contestar a la llamada. Alargó la mano y cogió el receptor.
  
  La llamada telefónica le molestó, pues le había desvelado. Así, preguntó con voz áspera:
  
  —¿Quién?
  
  —¿Oiga? —dijo una voz al otro extremo del hilo.
  
  —¡Diga! ¿Qué quiere?
  
  —¿Es usted el sargento Fogarty? —preguntó la voz.
  
  —Yo soy. Y usted, ¿quién es?
  
  —El inspector Scropp.
  
  —¡Oh, perdón, señor! —se apresuró a excusarse Fogarty—. Se ve que la tormenta impide que la transmisión sea buena, pues, al principio, no conocía su voz.
  
  —¿La conoce ahora?
  
  —Ya lo creo, señor inspector.
  
  —Bien. Supongo que todo estará conforme ahí, ¿no?
  
  —Todo, señor. Esta ha sido una de las noches más tranquilas que hemos tenido.
  
  —Me alegro. ¿Ha llegado ya Sultzheimer?
  
  —No lo sé, señor. ¿Quién es Sultzheimer?
  
  —Un policía de la brigada cuarenta y cuatro.
  
  —No, señor; no ha llegado todavía.
  
  —Bien. Supongo que no tardará. Le envié con dos agentes de paisano para que recogiesen al español que encerramos esta tarde.
  
  —¡Oh! ¿El autor de aquella carnicería de Riverside Drive?
  
  —Sí, el que está en la celda acolchada.
  
  —Ya sé, ya sé. ¿Y dice usted que lo vendrá a buscar Hockheimer?
  
  —Se llama Sultzheimer, no Hockeimer. Es un holandés muy buena persona. Le he enviado con dos agentes. El señor Carter y yo hemos decidido interrogarle.
  
  —Muy bien, señor.
  
  —Sultzheimer ha recibido instrucciones completas, pero como temí que usted no le conociese he preferido telefonearle. Además, Fogarty...
  
  —Diga, diga, señor.
  
  —Procure no entretener demasiado al policía. Haga que le entreguen el preso en seguida; nos corre prisa interrogarle.
  
  —Sí, señor. Haré lo que usted dice.
  
  —Supongo que Sultzheimer no tardará en llegar.
  
  —Entretanto encargaré que preparen al detenido.
  
  —Muchas gracias, Fogarty. Adiós —Y el sargento oyó el ruido que hizo el otro teléfono al ser colgado.
  
  El sargento se levantó y dirigióse hacia los calabozos de la comisaría. Al pasar frente a una de las ventanas que daban a la calle, se detuvo, contemplando el húmedo arroyo. Después siguió su camino hacia el fondo del edificio. Por fin se detuvo junto a un somnoliento cabo que estaba sentado en una silla, junto a una puerta de hierro.
  
  Se disponía Fogarty a explicarle que dentro de poco llegaría a buscar al detenido el policía Sultzheimer, pero, en aquel momento, oyó el ruido de frenos, clara señal de que un auto acababa de detenerse frente a la puerta de la comisaría. El sargento corrió a la entrada y vio descender del vehículo a un agente de uniforme seguido de dos paisanos. El sargento supuso que se trataba de Sultzheimer y sus dos compañeros.
  
  Hay que hacer notar que el sargento Fogarty se preciaba de conocer a todos los componentes del cuerpo. Su mayor orgullo era llamar por su nombre a todos los que, en Nueva York, vestían el uniforme de policía. Por eso le disgustaba bastante no recordar a aquel Sultzheimer que parecía gozar del favor del inspector Scropp. Para no demostrar su desconocimiento, corrió al encuentro del recién llegado y, con la mayor familiaridad del mundo, como si le conociese de toda la vida, le saludó:
  
  —¿Qué hay, Sultzheimer? Le estaba esperando. El inspector ha telefoneado que debía haber llegado usted hace media hora. Viene en busca del español ese que tenemos guardado, ¿no?
  
  —Sí —replicó Sultzheimer—, el jefe tiene prisa. ¿Ha preparado ya al hombre?
  
  —Ahora mismo acabo de recibir la orden. Estará dispuesto dentro de unos minutos.
  
  —Creí que recibiría esa orden hace media hora —replicó sonriendo Sultzheimer. Habían entrado en el edificio y se dirigían hacia el adormilado centinela.
  
  —Pues la recibí hace unos minutos —replicó Fogarty—. Cuando usted ha llegado acababa de ordenar que preparasen al preso. ¿Quiere venir a beber un trago en mi despacho?
  
  —Muchas gracias; pero el jefe tiene mucha prisa. Me llevaré a De la Vuelta en seguida.
  
  —¿Así se llama? —preguntó el sargento—. Me cuesta mucho recordar los nombres latinos.
  
  —¿Dónde está?
  
  —Por aquí; sígame.
  
  Mientras se dirigían a la celda del preso, Sultzheimer se acercó a Fogarty y, pasándole familiarmente el brazo por la espalda, le preguntó en tono confidencial:
  
  —¿Conoce a esos dos agentes que me acompañan?
  
  —No —tuvo que confesar el sargento.
  
  —Ni yo —replicó Sultzheimer—. El jefe dice que me reuniese con ellos. Son los encargados de llevar al preso. Nosotros no tenemos que hacer más que ayudarles si nos necesitan —En aquel momento se detuvo frente a una puerta de hierro con una pequeña mirilla enrejada. Sultzheimer preguntó—: ¿Es esa la celda?
  
  —Sí. Dentro está su hombre.
  
  En un rincón, sobre un camastro, se hallaba sentado un hombre. Parecía estar dormido, pues, al abrirse la puerta, no demostró darse cuenta de la llegada de los policías.
  
  Los dos agentes de paisano entraron los primeros y dirigiéronse hacia el preso.
  
  Uno de ellos desenrolló una manta que llevaba bajo el brazo y, con un movimiento rápido, la echó a la cabeza del español.
  
  Inmediatamente los dos hombres se precipitaron sobre él, y mientras uno lo cogía por los brazos, el otro se apresuraba a atarle. Pocos minutos después el prisionero hallábase convertido en un paquete.
  
  A través de la manta oíanse gemidos y protestas, pero todos los esfuerzos que hizo el preso por librarse fueron inútiles; los dos agentes lo cogieron en brazos y lo sacaron de la celda. Mientras duró esta operación ninguno de ellos pronunció una palabra.
  
  En realidad, el único que habló fue el sargento Fogarty, que tuvo que explicar a varios compañeros que pasaron frente a la celda el motivo de aquel ruido.
  
  —Es el español ese que trajeron ayer. El jefe quiere verle.
  
  Cuando todo estuvo listo, los dos hombres que llevaban a Antonio de la Vuelta, se dirigieron hacia la calle, seguidos del sargento y del policía Sultzheimer. El español fue colocado en el auto y los tres hombres se acomodaron junto a él.
  
  Sultzheimer se despidió amistosamente de Fogarty, quien se quedó en la calle viendo, sonriente, cómo se alejaba el auto.
  
  Permaneció unos minutos en la puerta y después, ya desvelado, regresó a su puesto y se sentó junto al teléfono.
  
  De pronto, un cuarto de hora más tarde, el timbre del aparato repiqueteó estridentemente. Fogarty descolgó el receptor y preguntó:
  
  —¿Quién llama?
  
  —¿Es usted, Fogarty?
  
  —El mismo —replicó el sargento un poco extrañado, pues aquella voz le era conocida, aunque no podía precisar a quién pertenecía.
  
  —Soy el inspector Scropp —explicó el que llamaba.
  
  —¿Eh? —preguntó, extrañado, el sargento. Y en seguida se apresuró a añadir—: Ya está arreglado, señor inspector; hace un momento que acaban de salir.
  
  —¿Qué está usted diciendo?—preguntó, enfadado, el inspector.
  
  —Que ya ha llegado Sultzheimer y...
  
  —¿Qué dice usted?
  
  —¿Cómo, señor? ¿No...?
  
  —¿Quiere explicarse de una vez, sargento? —La voz del inspector Scropp revelaba una profunda irritación.
  
  —Yo... es que... Usted... —Fogarty no encontraba palabras para expresarse.
  
  —Bueno, basta ya. Todo lo que tenga que decirme y que no sabe expresar, puede contármelo luego. Ahora lo que interesa es que encargue a dos o tres de sus hombres que saquen al español que está detenido y lo traigan a casa. El señor Carter y yo queremos interrogarle.
  
  —Pero...
  
  —¡No hable más y haga lo que le ordeno! —exclamó Scropp en el colmo de la irritación.
  
  —Es que...
  
  —¿Qué es qué?
  
  —Es que el preso ha salido ya hacia su casa, acompañado del policía Sultzheimer, que usted me comunicó enviaba para que recogiese al español y lo llevara a su domicilio particular.
  
  —¿A mi domicilio particular? ¡Yo no he enviado a nadie! Está usted soñando.
  
  —No, señor inspector. Usted me telefoneó hace unos veinticinco minutos y me dijo que enviaba al policía Sultzheimer acompañado de dos agentes de paisano. Me ordenó que les entregase en seguida al preso y...
  
  —¡Idiota! —rugió Scropp—. ¡Ha dejado escapar al preso!
  
  —¿Co...?
  
  Pero antes de que el sargento Fogarty terminase lo que iba a decir, el inspector colgó el teléfono.
  
  
  
  
  
  CAPÍTULO XI
  
  
  EN BUSCA DE ANTONIO DE LA VUELTA
  
  —¿Qué ocurre, inspector? —preguntaron a la vez el forense y Nick Carter.
  
  —¡Pues que se ha escapado Antonio de la Vuelta¡ —exclamó Scropp.
  
  —¿Cómo? —interrogó Carter.
  
  —Sí, que ayudado por unos amigos suyos ha engañado al idiota ese de Fogarty y se ha marchado de la comisaría.
  
  Acto seguido el inspector explicó a sus amigos lo que acababa de explicarle el sargento.
  
  —Pues no es tan loco como creímos —sonrió el detective.
  
  —Lo mejor será que vayamos a la comisaría y nos enteremos detalladamente de todo lo ocurrido.
  
  —Sí, será mejor —asintió Scropp.
  
  Un cuarto de hora más tarde, los tres amigos llegaban a la comisaría y sometían a un riguroso interrogatorio al sargento Fogarty. Cuando éste hubo terminado su explicación, el inspector estaba rojo de ira y apenas podía pronunciar palabra.
  
  —Cálmese, cálmese, inspector. Aún no está todo perdido. Podemos encontrar al fugitivo —dijo Carter.
  
  —¡Un asunto que iba tan bien, que me iba a proporcionar un ascenso...! —tartamudeó Scropp—. ¡Y ahora todo perdido por este idiota!
  
  El sargento pareció dispuesto a protestar; pero, notando el enfurecido semblante de su superior, prefirió callarse.
  
  —Veamos, reflexionemos, Scropp —aconsejó Nick Carter—. Irritándonos no ganaremos nada. Es necesario encontrar al fugitivo antes de una hora. Reflexionando con lógica lo encontraremos.
  
  —¡Sí, el día del Juicio Final! —gruñó el inspector.
  
  —Voy a presentarle una opinión mía, basada en la lógica de un hombre que, a pesar de todo, es muy posible que esté loco. ¿Quiere escucharla?
  
  El inspector dirigió una mortecina mirada al detective y con voz apagada contestó:
  
  —Explíquese.
  
  —Pasemos al despacho del sargento, pues se trata de un asunto privado. Cuantos menos testigos haya mejor.
  
  Fogarty guió a los tres hombres a su despacho y, comprendiendo que su presencia allí estorbaba, se retiró sin esperar que se lo indicasen.
  
  —Bien, Scropp —empezó Carter, en cuanto estuvieron sentados—. Póngase por un momento en el lugar de Antonio de la Vuelta, un hombre que tenemos motivos para creer que está loco y que, además, adoraba a una mujer que fue asesinada por su hermano. Supóngase usted detenido varias horas en una celda, sin otra distracción que dejar vagar el pensamiento. ¿A dónde irá, infaliblemente, ese pensamiento? A ver, piense usted; un hombre loco de amor por una mujer que sabe muerta y que permanece casi doce horas encerrado en una celda. ¿En quién pensará?
  
  —En la mujer, claro —replicó, extrañado, el inspector—. Pero, ¿a dónde va usted a parar?
  
  —A eso, al detalle indudable de la mujer.
  
  —Bueno, ¿y qué?
  
  —Pues que al quedar libre, lo más probable es que Antonio de la Vuelta regrese junto a la mujer amada.
  
  —¿Al depósito de cadáveres?
  
  —No, hombre, no. Al lugar donde la vio por última vez, a la casa de Riverside Drive.
  
  —¿Usted cree?
  
  —Claro que creo. Vayamos a convencernos.
  
  El inspector se puso en pie de un salto y, corriendo fuera del despacho, gritó al sargento:
  
  —Fogarty, no diga ni una palabra de lo ocurrido. Dentro de una hora le comunicaré alguna noticia.
  
  Y seguido del detective, en cuyos helados labios brillaba una curiosa sonrisa, y del forense que estaba profundamente asombrado, el inspector salió de la comisaría y se precipitó en un taxi.
  
  
  
  
  
  CAPÍTULO XII
  
  
  REAPARECE ANTONIO DE LA VUELTA
  
  Una luz brillaba en una de las ventanas de la planta baja de la casa que habitara Attila Corazona, cuando el inspector Scropp, seguido del detective y del forense, bajó del taxi que les había conducido hasta allí.
  
  —¿Había alguien de guardia en la casa? —preguntó Nick Carter a su amigo.
  
  —No, yo no dejé a nadie. Ordené que se sellasen las puertas, pero nada más —replicó el inspector.
  
  —¿Será posible que esté...?
  
  —Entremos y nos convenceremos —dijo el forense.
  
  Los tres amigos se dirigieron a la puerta. Al apoyar Scropp la mano en ella para llamar, notó que sé abría silenciosamente. Los tres hombres entraron en el vestíbulo. En aquel momento llegó hasta ellos una voz apagada que salía de la biblioteca y que decía en español:
  
  —¡Oh, Juanita, Juanita mía!
  
  —¡Es él! —exclamó fuera de sí el inspector—. ¡Carter, es usted un genio!¡Es el mejor detective del mundo!¡Me ha salvado el honor!
  
  —Vamos, vamos, Scropp. Entremos en la biblioteca a ver qué nos dice el señor de la Vuelta.
  
  Los tres hombres se dirigieron al lugar indicado y allí encontraron a Antonio, sentado en un sillón, con la mirada fija en el suelo y murmurando en español frases entrecortadas.
  
  —Juanita... Pobrecita nena mía... Te mataron.
  
  Al oír el ruido producido por los pasos de los tres hombres, levantó la cabeza y les miró con enrojecidos ojos. Lentamente se puso en pie.
  
  Ante el profundo asombro de Scropp y sus compañeros, les dijo en un inglés bastante comprensible y con voz serena:
  
  —Déjenme hablarles en tanto que domino mi cerebro. Ya ven que hablo perfectamente su idioma, ¿no? Soy español y me llamo Antonio de la Vuelta. Desde que era un niño amé a Juanita Corazón. Cuando se casó con otro creí volverme loco. Tan loco, que tuvieron que encerrarme en un manicomio situado en las afueras de París. Cuando salí fue a verme Rafael Corazón y entonces me volví loco otra vez, pero lo disimulé. Sin embargo, no sé lo qué hice entonces.
  
  »Luego, hace poco, Rafael volvió a buscarme y me dijo que su hermana me quería y me esperaba en Nueva York para casarse conmigo.
  
  »Vine con él, muy contento y seguro de que la locura no volvería nunca más a apoderarse de mí.
  
  »Al desembarcar nos separamos y quedamos citados en esta casa. No sé cuándo vine por primera vez; ahora ya no puedo recordar bien; noto que vuelvo a enloquecer. Sé que llegué aquí y una mujer me abrió la puerta. Entré en el recibidor y luego en una habitación. Rafael me esperaba escondido detrás de una cortina. Me atacó con uno de sus venenos, que guardaba dentro de una jeringa de inyecciones. Luchamos,, pero yo fui más fuerte y hundí la aguja en su cuerpo y cayó muerto a mis pies.
  
  »Entonces lo cogí y lo llevé al piso de arriba y lo metí en la bañera. En seguida empecé a buscar a mi Juanita para confesarle que la lucha me había vuelto a enloquecer.
  
  »La encontré, al fin, pero también estaba muerta. Me arrodillé junto a ella y...
  
  Detúvose bruscamente y se pasó una mano por la frente.
  
  —No puedo recordar nada más —murmuró—. Lo he olvidado todo.
  
  Se acercó más a los tres hombres, les miró con terrible fijeza y de pronto gritó:
  
  —Regresé junto a Rafael y quise destrozarle. Pero no pude hacerle todo el daño que quería.
  
  Y lanzando una espantosa carcajada, el español se dejó caer en un sillón y ocultó el rostro entre las manos.
  
  En el mismo instante, tres hombres entraron en la habitación. Dos de ellos se dirigieron hacia el demente y el tercero se acercó a Nick Carter.
  
  El inspector llevó instintivamente la mano al revólver, pero el detective le contuvo con una sonrisa.
  
  —Amigo Scropp —dijo—. Le presento al policía Sultzheimer.
  
  —¿Cómo? —preguntó, extrañado, el inspector.
  
  —Que le presento al hombre que ayudó a escapar a Antonio de la Vuelta.
  
  —¿También le ha detenido? Es usted...
  
  —Soy el jefe de Sultzheimer, mejor dicho, de Patsy.
  
  —¿Patsy? ¿Sultzheimer?
  
  —Sí, son la misma persona.
  
  El inspector miró fija e incrédulamente al detective.
  
  —Entonces fue usted, quien preparó ese rapto.
  
  —Yo mismo. Le he devuelto la broma. Usted lo sabía todo en el mismo momento de empezar y toleró que yo me devanase los sesos. Pero lo comprendí en seguida y quise gastarle otra broma.
  
  Por un momento, el inspector pareció vacilar entre enfadarse o reír y, al fin, sin hacer ni una cosa ni otra, preguntó:
  
  —¿Cómo se las compuso para apoderarse del preso?
  
  —De la manera que ya conoce. Fogarty es un nombre que tiene a orgullo conocer todos los nombres de los policías neoyorquinos y, además, conocerlos personalmente. ¿Cree usted que un hombre así es capaz de reconocer que hay un policía a quien nunca ha visto ni ha oído nombrar? No. Tampoco es capaz de admitir que no reconoce por teléfono la voz de su superior. Como ve, la cosa es sencilla. Encargué a uno de mis ayudantes que a una hora determinada, si no recibía aviso en contra, telefoneara al sargento y le diese la orden de poner en libertad al preso y entregarlo a un policía, que era otro de mis ayudantes. Fogarty cayó en la trampa y permitió que Patsy y dos enfermeros se llevasen al preso, que está completamente loco; de eso no cabe la menor duda y, por lo tanto, creo que mejor que en la cárcel, debe estar en un manicomio. Si usted quiere, puede dejarlo en manos de esos dos enfermeros, que lo conducirán a la clínica del doctor Somerset.
  
  Poco a poco se había ido desarrugando el ceño del inspector y cuando Nick hubo terminado de hablar lanzó una ruidosa carcajada y estrechando las manos de su amigo, dijo:
  
  —Es la última vez que juego con cartas escondidas, amigo Nick. En adelante no trataré de vencerle, pues es usted invencible. Ni en serio ni en broma, no hay nadie que le gane. En cambio, a mí me ha hecho caer en la trampa y he pasado la peor hora de mi vida.
  
  —Señores —dijo en aquel momento el forense, que había asistido en silencio a la conversación de los dos amigos—. Desde que soy forense he tenido muchas aventuras, pero ninguna tan emocionante como ésta. Es verdad que han muerto dos personas y otra se ha vuelto loca, pero a pesar de ello debo reconocer que me han hecho pasar momentos muy entretenidos. Avísenme en cuanto se les presente un caso y haré lo posible por asistir a él. Si llego a figurarme que en la Policía había tanta distracción, les aseguro que no me hubiese hecho forense.
  
  FIN
  
  
  
  
  
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